Es muy fácil ser normal. Y muy cómodo, además. Solamente
tienes que dejarte llevar y ya está, el conjunto te arropa y te
protege sin necesidad de hacer esfuerzo alguno. Eres exactamente como los otros.
Lo peor es cuando, sin querer y sin dejar de ser normal, te vuelves de repente diferente. Una locura. Ahí ya no caben los amparos. Te has hecho raro y punto. A partir de ese momento
eres otro, tu vida pasa a ser distinta y vas a tener que aprender a convivir
con la luz intermitente que se coloca sobre tu cabeza para señalar tu
posición en cada instante. Ni siquiera inmerso en una masa de gente vas a pasar
desapercibido. Dejas una estela a tu paso. Eres visible desde todos los puntos de vista y
tus movimientos son observados minuciosamente estés donde estés.
Hay gente acostumbrada a ser significativa, gente a la que
le divierte ser especial, que quiere sentirse diferenciada, salir del anonimato,
sobresalir de la masa. Y busca ansiosamente lograrlo. A muchos otros no. Y
esos, la mayoría, no están entrenados, tienen que aprender a ser raros.
En Benín ser blanco es la excepción, lo extraordinario. Especialmente si sale de la franja costera y camina hacia el norte del país, cualquier blanco se
siente observado por el mero hecho de serlo. La gente te mira y alerta a los otros de tu presencia. De cualquier esquina sale un "yovó, yovó" a tu paso que te señala. Los niños lloran o se asustan al verte porque nunca han visto a nadie con la piel blanca. Cuando te mueves entre un conjunto
uniforme de negros te ves obligado a algo a lo que no estás acostumbrado, que
es a sentirte blanco, a ser consciente, quizás por primera vez, del color de tu piel. Posiblemente nunca
lo habías hecho antes, jamás habías experimentado la sensación. De hecho ni siquiera
tiene por qué ser una experiencia negativa, simplemente hay que vivirla. No estamos
acostumbrados, pero hay que aprender a ser blanco para entender a los negros. Hay que aprender a ser raro.
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