viernes, 27 de septiembre de 2013

El peso del cariño



En Benín las mujeres son mucho más visibles que los hombres. Podrían invocarse razones poderosas para justificarlo, como su indiscutible belleza o la costumbre de ataviarse con vistosos trajes de colores realmente llamativos. Ciertamente las dos pueden hacer más evidentes a las mujeres. Pero la auténtica clave de su visibilidad es que no paran. Están en todas partes. Las beninesas son mujeres curtidas en el esfuerzo y abnegadas. Se encargan de la educación de los pequeños y trabajan intensamente desde edades muy tempranas, tanto o más que los hombres. Se las ve continuamente buscándose la vida, acarretando leña para hacer fuego, trabajando en el campo, vendiendo en los mercados. No paran de moverse, llevando o trayendo lo que precisan de un lado para otro. 

























En las sociedades occidentales, la irrupción de la mujer en el mercado laboral ha propiciado la aparición de toda una serie de mecanismos que intentan contrarrestar los efectos negativos derivados de la maternidad para las mujeres que deciden ser madres. Desarrollos legislativos para evitar la marginación, presiones sindicales, prestaciones económicas, ayudas sociales o guarderías se han ido encargando de minimizar estos inconvenientes. Gracias a ello, la madre trabajadora puede continuar con su actividad sin grandes complicaciones. En Benín de forma general, pero de manera mucho más evidente en la sociedad rural, la maternidad no está tan protegida como aquí. 




En Benín no hay cochecitos para bebé, ni sillas de paseo, ni carricoches para los niños, aunque eso no impide a las beninesas continuar con sus actividades habituales tras el parto. Después del alumbramiento llevan a cabo el mismo trabajo de siempre y con la misma intensidad, siguen desplazándose de un lado a otro, continúan con las labores domésticas, siguen yendo a vender productos a los mercados. Ahora bien, desde que son madres y durante un tiempo indefinido, que puede llegar hasta los cuatro años o incluso más, todas esas tareas las realizan con un niño colgado con especial maestría a su espalda. Es el peso de la maternidad. Es el peso del cariño. 



martes, 17 de septiembre de 2013

Vivir en el agua

Una de las cosas que más temo a la vuelta de un viaje es que alguien me pregunte: ¿y qué es lo que más te gustó? No sé si es una pregunta estúpida pero estoy seguro que no la voy a saber responder. Normalmente, las huellas duraderas que me quedan después de un viaje no guardan mucha relación con la belleza de los lugares que visito sino más bien con cosas que me tocan las entrañas o con la intensidad de las sensaciones que experimento. Poder disfrutar de la emoción de un niño que descubre un tesoro, deleitarse escuchando en silencio el sonido del paso del tiempo, un olor, una sonrisa indudable, el cálido escalofrío al contacto con una mano amiga, la locura del momento en el que fuiste consciente de haber atravesado un instante de felicidad o el ser capaz de palpar cómo te crece el alma mientras el sol empieza a declinar. Huellas de ese tipo se me quedan grabadas con fuerza y los lugares en los que se producen pasan a ser protagonistas secundarios.

Los niños aprender a remar antes que a andar
Sin duda, para mí y para todo el que se acerca a Benín, Ganvié es un lugar especial, un sitio en el que se respira intensidad y distinto porque transmite sensaciones de autenticidad. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1996.

Al margen de situarse en un espacio único, de su valor histórico y de la belleza propia del enclave, llama poderosamente la atención la dureza de la vida para los habitantes de este poblado lacustre al noroeste de Cotonou, al que solamente se puede acceder en barco. Un día a día que se presume delicado, en el que es fácil adivinar una lucha cotidiana contra el agua, una pelea a muerte para mantenerse a flote y para que el destino no termine por arrastrarte hasta el fondo del lago. Hay que capear la dificultad de movimientos, la escasez, la ausencia de medios, una salubridad muy deficiente, el aislamiento, la precariedad, un nivel de comodidades prácticamente nulo y unas condiciones que hacen complicada la subsistencia. Ese es en líneas generales el panorama que se respira en Ganvié, esas son las sensaciones que empiezan a calarte conforme te vas acercando al poblado desde Abomey-Calaví y con las que posteriormente vas a tener que lidiar cuando regreses.  
Las piraguas están hechas con un tronco de árbol y de una sola pieza
La falta de medios y la habilidad convierten unos sacos cosidos en una práctica vela

Hace cerca de 300 años. un pacífico pueblo de agricultores, los tofinu, para evitar caer en manos de los tratantes de esclavos que les perseguían, se refugiaron en el interior del lago Nokoué al objeto de no ser capturados. Aguas adentro se instalaron como pudieron y aunque ya no les persigue nadie, allí continúan. Ahora hay varios poblados en el lago. Uno de ellos es Ganvié. Como reclamo turístico, a este poblado lacustre se le ha querido poner el sobrenombre de la “Venecia africana”, que infravalora y desnaturaliza en gran medida lo que te vas a encontrar al adentrarte en este espacio singular. Por de pronto aquí no hay canales, ni góndolas, ni puentes románticos. Aquí te tropiezas de frente con una población que vive con mucho esfuerzo haciendo equilibrio encima del agua. Sus casas de madera y paja se mantienen a duras penas en medio del agua, para ir al  colegio, a la iglesia, a la compra o al médico hay que ir en piragua y todo el mundo trabaja en el agua, con el agua o dentro del agua. Venecia es un juego de niños al lado de esto. El agua es el gran referente y la compañera eterna de los habitantes de Ganvié, que subsisten principalmente gracias a la pesca y duermen, rezan o estudian flotando. El lago es todo. De hecho, tiene hasta su propio dios, llamado Tohossou. En Ganvié el agua está viva y la vida es amarga, dura y gris como el agua del pantano.
La necesidad de subsistir hace de la pesca un auténtico arte

Las casas son muy rudimentarias y el servicio (naranja, a la derecha) vierte directamente al lago 
Muchas veces no aceptan de buen grado que les enfoquen con una cámara
En algunas zonas de mucho tránsito se producen atascos
También aquí se reúnen las amigas para ir de compras en su vehículo

domingo, 15 de septiembre de 2013

Doblar el lomo

Los investigadores estiman que el hombre es bípedo desde hace algo así como 4 millones de años aunque el tránsito comenzó a producirse hace unos 20 millones de años. Tardamos 16 millones de años en ponernos de pie (¡qué duro resulta levantarse!). El dejar de andar a cuatro patas ha obligado al hombre a lo largo de la historia a adaptar el entorno en el que se mueve para poder desarrollar sus actividades en esa posición que aleja sus manos del suelo. Así, desde la adopción de la postura erguida por parte de ese abuelo lejano llamado australopithecus hasta hoy, los hombres hemos ido incorporando a nuestras vidas utensilios y herramientas que nos permiten realizar más cómodamente los quehaceres habituales en esa postura (azadas, escobas, fregonas, bancos de trabajo, mesas, encimeras, etc.)

Por desgracia no todo el mundo avanza a la misma velocidad. En Benín las cosas van más despacio que en otras partes, con las ventajas e inconvenientes que esto conlleva. La mayor parte de las tareas rutinarias se llevan a cabo en ausencia de estos recursos complementarios y de mobiliario auxiliar específico (las escobas no tienen mango, el fuego para cocinar se hace a ras de suelo y casi no hay herramientas para trabajar en el campo), lo que obliga a que buena parte de las labores agrícolas y domésticas todavía se lleven a cabo acercando las manos al suelo, doblando el espinazo como antaño. En consecuencia, la postura habitual para gran parte de las actividades que realizan las mujeres en el entorno familiar es ésta del ángulo recto, en la que se les ve con frecuencia. Lavan, cocinan, barren y friegan doblando el lomo.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Aprender a ser raro

Es muy fácil ser normal. Y muy cómodo, además. Solamente tienes que dejarte llevar y ya está, el conjunto te arropa y te protege sin necesidad de hacer esfuerzo alguno. Eres exactamente como los otros. Lo peor es cuando, sin querer y sin dejar de ser normal, te vuelves de repente diferente. Una locura. Ahí ya no caben los amparos. Te has hecho raro y punto. A partir de ese momento eres otro, tu vida pasa a ser distinta y vas a tener que aprender a convivir con la luz intermitente que se coloca sobre tu cabeza para señalar tu posición en cada instante. Ni siquiera inmerso en una masa de gente vas a pasar desapercibido. Dejas una estela a tu paso. Eres visible desde todos los puntos de vista y tus movimientos son observados minuciosamente estés donde estés.

Hay gente acostumbrada a ser significativa, gente a la que le divierte ser especial, que quiere sentirse diferenciada, salir del anonimato, sobresalir de la masa. Y busca ansiosamente lograrlo. A muchos otros no. Y esos, la mayoría, no están entrenados, tienen que aprender a ser raros.

En Benín ser blanco es la excepción, lo extraordinario. Especialmente si sale de la franja costera y camina hacia el norte del país, cualquier blanco se siente observado por el mero hecho de serlo. La gente te mira y alerta a los otros de tu presencia. De cualquier esquina sale un "yovó, yovó" a tu paso que te señala. Los niños lloran o se asustan al verte porque nunca han visto a nadie con la piel blanca. Cuando te mueves entre un conjunto uniforme de negros te ves obligado a algo a lo que no estás acostumbrado, que es a sentirte blanco, a ser consciente, quizás por primera vez, del color de tu piel. Posiblemente nunca lo habías hecho antes, jamás habías experimentado la sensación. De hecho ni siquiera tiene por qué ser una experiencia negativa, simplemente hay que vivirla. No estamos acostumbrados, pero hay que aprender a ser blanco para entender a los negros. Hay que aprender a ser raro.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Benín otra vez. ¿Por qué?

Mucha gente no sabe dónde está Benín. Confieso que hasta el año pasado yo tampoco. Después me di cuenta de que este país que iba a visitar, llamado Benín, era el mismo que en el instituto había conocido como república de Dahomey (yo, todo hay que decirlo, hice el bachillerato antes de 1975, que fue cuando Dahomey dejó de ser Dahomey para empezar a ser Benín). Mirando en el mapa pude comprobar que es un pequeño país situado en el golfo de Guinea, entre Togo, Nigeria, Níger y Burkina Faso (que en mi época estudiantil se conocía como Alto Volta). Hace nada era un desconocido para mí y ahora vuelvo por segunda vez en un año. La gente de mi entorno me pregunta por qué. Yo también. Podría responder que se trata de un país amable, acogedor, tranquilo, con una naturaleza privilegiada y una gente encantadora. Todo ello es verdad, pero yo creo que la razón última está en el corazón. En Benín muchas cosas te tocan el alma. Te recuerda tu infancia y no hay duda alguna de que se trata de una sociedad menos desarrollada y por tanto menos especulativa, más sana. También pienso que en el fondo es una cuestión de carácter, de forma de ser. Siempre he preferido los pueblos a las ciudades, desplazarme por carreteras secundarias antes que hacerlo por autopistas y durante mi vida laboral dedicada a la docencia me he sentido más cercano de los “balas” que de los “listillos” de la clase. Debe ser una cuestión hormonal. No hay que darle más vueltas. Por eso vuelvo a Benín. Por eso y porque es un país mágico, sin estridencias, cariñoso, humilde, que no fuma y que sonríe. Son razones importantes. De nuevo Benín.